19 de noviembre de 2021, El Pianista del Carmen, 17:30 horas
¿Pensar en uno mismo es aceptable?
Poned atención: un corazón solitario no es un corazón
Antonio Machado
Vivir es acomodarse, que no es lo mismo que resignarse. Así, nuestro segundo Café filosófico de la temporada hubo de recrear un espacio idóneo para poder acoger a las más de veinte personas que acudieron a la llamada de la filosofía compartida, el filosofar juntos. Nuestro nuevo local, El Pianista del Carmen, lo permite y lo hace totalmente factible. Quedamos agradecidos.
Y, como el día anterior se había celebrado el Día mundial de la filosofía, el animador del encuentro, amante él, no pudo resistir el impulso de plantear a los asistentes –un buen equilibrio de jóvenes y adultos– lo que pudiera ser una raíz del permanente riesgo de desaparecer la filosofía de las aulas: su utilidad o inutilidad. Leyó una declaración de Jorge Luis Borges y, acto seguido, planteó una cuestión a los participantes, como es habitual, para que se presentaran y, esta vez, para que reconocieran qué es útil en la vida:
(…) dos personas me han hecho la misma pregunta; la pregunta es: ¿para qué sirve la poesía? Y yo les he dicho: bueno, ¿para qué sirve la muerte?, ¿para qué sirve el sabor del café?, ¿para qué sirve el universo?, ¿para qué sirvo yo?, ¿para qué servimos? Qué cosa más rara que se pregunte eso, ¿no?
De todas cosas útiles en la vida, que dijeron, la inmensa mayoría (escuchar, el lenguaje, el tiempo, el autoconocimiento, colaborar, comprender, la empatía, buscar la felicidad, la libertad, la amistad, la duda, la atención, etc.) no son reducibles fácilmente, y sin pérdida, a un cálculo utilitarista o pragmático, como es el predominio hoy día. Y tiene razón Borges: qué extraña pregunta es esa, y tan frecuente, ¿para qué sirve…? Como si “el valer” hubiera sido puesto por delante de “ser”, y no al revés, como debería. ¿Para qué sirve la filosofía? Qué pregunta más rara, convinieron los participantes con su actitud y su práctica: la filosofía sirve para plantearnos todo esto.
Después de varias votaciones, el egocentrismo se postuló como la temática latente entre los participantes y, durante el diálogo, se perfiló a través de esta pregunta: ¿Pensar en uno mismo es aceptable? (Distinto de preguntar si es aceptable pensar por uno mismo; aunque, en un un diálogo como el nuestro ésta es una condición necesaria para todo lo demás, claro). Y fueron apareciendo las habituales dicotomías, radicadas en la separación entre yo ylos demás. Y, quizás, aquí se sitúa tanto el origen como la salida de este problema del pensar en uno mismo o en los demás, el dilema típico entre egocentrismo y altruismo. Veamos.
Cuidar de mí, ocuparme y preocuparme por mí, pensar en mí y hacerlo respecto a los demás, ¿es incompatible? No, responden. Si no me ayudo a mí mismo, no puedo ayudar a los demás. Esto es necesario. No es impensable la figura de un “egoísmo altruista”. Hay incompatibilidad cuando mirar por mí es excluyente, cuando significa ir contra, es decir que para ser yo necesito ir en contra de otros. Y solamente de esa manera he aprendido a sentirme mejor conmigo mismo. Esto es lo que Nietzsche llamaba el espíritu reactivo del resentimiento y la debilidad. Soy más, si tú eres menos. Sin embargo, reconocerme a mí mismo lleva de una manera natural a reconocer a los demás.
Pero interroga uno de los participantes: en un mundo injusto, ¿pensar en mí sería éticamente aceptable? Y se plantea la cuestión del servicio a los demás. ¿Puedo ayudar de verdad, genuinamente, a otro, si yo estoy mal por dentro? Si busco el servicio a los demás para escapar de mí mismo, ¿le hago un bien, me lo hago a mí mismo? Es muy posible que los demás nunca puedan rellenar lo que me falta. Todo lo más, serían la ocasión para desarrollar lo que ya tengo, expresar lo que ya soy. De otro modo, es muy posible que, sin darme cuenta, acabe proyectando la oscuridad de mis propias sombras. Esto es algo para meditar, y el grupo te lo pone delante.
Es muy posible que, si yo pudiera conectar con el fondo inteligente que soy, el afecto y la voluntad intrínseca que hay en mí –que somos y lo hay en todos nosotros– y aprendiéramos a confiar en ello, todas las dicotomías, todas las dualidades que nos provocan tantos disgustos, tantos conflictos y desgarros existenciales, pudieran diluirse como un azucarillo en el café. “Yo pienso”, “yo quiero”, “yo amo”, pero ni lo hago yo solamente, ni estoy yo solo en esto de vivir.
(…) no te busques en el espejo, en un extinto diálogo en que no te oyes. Baja, baja despacio y búscate entre los otros. Allí están todos, y tú entre ellos. Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Sabemos muy bien, antropológicamente, que la supervivencia humana se ha basado en la capacidad de aprender conductas nuevas, en un mundo de circunstancias siempre cambiantes. Un sistema de respuestas adquiridas y transmitidas socialmente, eso conforma básicamente una cultura. No somos el único animal capaz de generar cultura, pero no hay otra cultura igual a la humana. No juzgamos si mejor o peor… ahora no podemos. Más compleja… quizás. Con la subsiguiente e ilusa conclusión de que creemos que ya somos independientes de la naturaleza. Así que, durante el largo rato que duró este tercer Café filosóficoon line, los que participaron supusieron que “aprendemos”, otra cuestión sería cómo aprendemos, qué tipo de aprendizajes o si olvidamos fácilmente lo aprendido. La diferencia, lo crucial ahora, es que la humanidad se ha de enfrentar a una crisis de supervivencia no vista desde hace mucho, quizás una crisis única, al ser más global que nunca su alcance. Y no se trata, sólo, de la pandemia que nos asola planetariamente, ya había otras crisis: ecológica, migratoria, nuclear, tecnológica, terribles hambrunas y desigualdades, crisis sistémicas, económicas, del modelo capitalista predominante, crisis de valores y de sentido… en fin, no seguimos. Y virus mortales, extendidos por la faz de la Tierra, también.
Así que, de nuevo, nos salvará nuestra capacidad de aprendizaje. Hasta ahora los sistemas humanos, cada vez más, han sido capaces de sobrevivir transformando el ambiente que les rodea, la naturaleza, poniéndola a su servicio. Así, la evolución biológica casi se detuvo en nosotros, desde que somos “homo sapiens” con capacidad técnica y tecnológica inusitadas. Desde entonces, sólo hemos evolucionado culturalmente. Y es posible, muy posible, quizás por primera vez, que tengamos que transformarnos a nosotros mismos, que no nos baste continuar cambiando el entorno biológico y material, sino que sea necesario un cambio de visión. Pero esto sólo aparecerá, si nosotros mismos hemos cambiado, si hemos aprendido a mirarnos a nosotros mismos al tiempo que miramos lo que nos rodea. Una mirada abierta. No una prolongación del pasado, ni una proyección futura de nuestros deseos. Una mirada limpia, sin pre-juicios. Sobre la naturaleza humana se han vertido dos visiones básicas, antagónicas, que se hallan debajo de muchas de nuestras discusiones. También lo estuvieron en el fondo de la discusión del pasado viernes. El hombre es capaz de lo peor, según Hobbes; el hombre es capaz de lo mejor, según Rousseau. Y luego, la postura mezclada: somos capaces de lo mejor y de lo peor… Pues bien, ¿sabemos mirar lo que nos está pasado sin estos aprioris? El grupo, del que este cronista relata sus andanzas conceptuales, se adentró en esta posibilidad, tan preciada en estos momentos que atravesamos.
¿Qué podemos aprender? Aquí, ahora. ¿Quién tiene que aprender, los individuos, las sociedades? Una clara conclusión del grupo apunta a la necesidad de no separar ambos aprendizajes, individual y social. No se puede de hecho. Y, respecto a la interrelación necesaria entre individuo y sociedad, se entretuvieron los participantes, sobre todo, en la presión que ejerce lo social (cultural e histórico) sobre los individuos considerados por separado, en cada uno de nosotros. El otro lado del círculo generador de realidades humanas queda pendiente para vosotros, que leéis esto. Como no se pueden desligar absolutamente, no es tan difícil pensarlo… Dicho de otro modo, no es tan difícil de imaginar nuestra responsabilidad individual, la de cada uno de nosotros, en la perpetuación de lo peor o en la búsqueda de lo mejor, momento a momento, tanto como seamos capaces. De todos modos, disponéis de otros cafés filosóficos, en donde esta vertiente ha sido tratada en profundidad.
–En estos tiempos, es obvio que hace falta una reflexión global, observar el funcionamiento de la vida, aprender de los sistemas vitales.
–Un replanteamiento de la política y para qué ha de servir…
–Quizás sea posible vivir con menos…
–Sí, pero no aprendemos –se queja amargamente una de las participantes. Y si aprendemos, lo olvidamos con demasiada facilidad.
–Aprendemos lo que queremos aprender… Ahí está el problema.
Un derrotero pesimista, o algo falto de energía, comenzaba a tomar por asalto el diálogo –que no es filosófico por los contenidos aportados, sino por la actitud reflexiva y crítica que adoptemos respecto a ellos–. Y se reconocía la causa de esa falta de fuerza, la dificultad para aplicar o poner en marcha los claros aprendizajes que muchas veces nos deja la historia de la convivencia humana: las estructuras de poder, que se atrincheran. Contra el aprendizaje, un muro de contención. Una fortaleza infranqueable. Y lo que parecía un añadido pesimista, al abordar las causas mudó en posibilidad. Toda una oportunidad que nos ofrece la actual crisis sanitaria. Comencemos por ver si la vieja fortaleza de estas estructuras de poder, estos bastiones de murallas colosales, el tiempo no le habrá podido ir dejando marcadas, al menos, algunas pequeñas grietas. Resquicios. Un poco de holgura, de vacío, en el que las partículas puedan danzar a sus anchas y generar nuevas realidades.
Puede ser que esta crisis, por fin, nos permita tomar conciencia global de un destino compartido, en el que no puedan quedar excluidos los demás seres, humanos y no humanos… Puede que tengamos que aplicar la “estrategia del yudo”, aprovechar la propia fuerza de la embestida contra sí misma, sin violencia, con paciencia, redirigir la fuerza del sistema hacia un bien mejor y más completo. Puede que, ahora sí, la inmensa cantidad de iniciativas individuales y grupales, tantos colectivos, ONGs, acciones solidarias que se reproducen por todo el mundo, ahora sí, cobren mucha más fuerza, comprendiendo que la responsabilidad es de todos, y que todos somos semejantes en el derecho al libre desarrollo de la vida. Y puede que esta crisis sanitaria global se una a la crisis anterior –económica, en los síntomas– del año 2008 en adelante, y que se una a las crisis de toda una época, y de un sistema de vida inviable urbi et orbi. Todo esto lo sabíamos y no lo queríamos saber, lo olvidábamos con facilidad, ocultando su cabeza de avestruz cada uno a su manera.
Pero, y si esta grieta actual en nuestras vidas y en nuestras conciencias miopes –política de seres atomizados e individuales– comenzara a sobrepasar el punto de no retorno, en las profundidades del edificio-fortaleza del sistema que se ha establecido, con tal aparente capacidad de resistencia y adaptación para seguir siendo el mismo, según la tan usada ley del Gatopardo: cambiar algo para que nada cambie. Y si… No lo sabemos. Lo que es seguro es que gozamos actualmente de una oportunidad única para el cambio, si nosotros mismos también cambiamos. Una vez más, ¿seremos tan estúpidos como para no aprender, o habremos llegado al borde del abismo y seremos capaces de sentir la caída en nuestras propias carnes, antes de caer del todo?. El Oráculo nos pregunta…
Hay una enorme diferencia entre la vida y la tecnología. La vida es autógena: se re-crea, se crea a sí misma. Y aquí el verbo clave es el de «crear». La tecnología re-produce la vida, es decir, la vuelve a producir. El verbo clave: «reproducir»
Luis Sáez Rueda
¿Ponemos nuestra meta en el vivir mismo o en el modo tecnológico de vivir nuestra vida? Esto nos toca bajo la piel, en este estado de confinamiento forzoso… Señala hacia la dirección en que hemos decidido, quizás inconscientemente, por costumbre, mecánicamente, conducir el día a día, sin la actividad exterior, muchas veces frenética, que solíamos. ¿Necesitamos de la constante información o desinformación, el acompañamiento permanente del entre-teni-miento y la evasión diarios a través de sucesivas pantallas? La distinción que nos propone Luis Sáez Rueda –analista hondo y muy sensato de la realidad contemporánea–, se nos muestra decisiva: crear y recrearse, o bien, reproducir sin límites una ficción de la vida, producirla y, ahora que no podemos de igual modo, reproducirla, lo más parecido a la vida anterior, que ahora añoramos como si hubiera sido plena… Y, mientras tanto, dis-traerme, deseando que pase la mala hora y nos parezca cuanto más corta mejor, esta no-vida de ahora. Habremos de volver sobre ello, pues en este segundo diálogo filosófico (on line) era éste uno de los muelles donde amarrar sensaciones… Y, aparentemente, un contrasentido: también nos servimos de la tecnología en este encuentro… aunque, para encontrarnos y tratar de re-crearnos juntos, cada uno. He ahí la diferencia.
Después de afloradas las peculiaridades de nuestro café filosófico, que es un diálogo y no una superposición de opiniones, en donde tratamos libremente de pensar –mejor, juntos– lo que se dice, más allá del mero decir lo que pensamos –por separado–, como le gusta subrayar a otro luis, Luis García Montero, que lo aprendió del machadiano Juan de Mairena y lo reitera en sus Palabras rotas, nuestro café filosófico, que no trae decidido de antemano ni siquiera la temática del día, y así nadie tenga que defender su respuesta prefabricada, donde la sorpresa y la creatividad disponen de vía libre, después de referirse a todo esto, decimos, y de adaptar las reglas sencillas de este tipo de encuentros filosóficos, por mor de la manera virtual de producirse ahora, el conductor del mismo propone una tarea de autoexamen a los asistentes, y se nos van presentando, una a una, como personas de carne y hueso: ¿qué es eso que has comenzado a valorar mucho en este tiempo? Algo nuevo para ti, no algo que ya valoraras suficientemente… No nos lo puso tan fácil el moderador, aunque lo hubiera parecido al principio. Pues bien, ellos señalaron lo que sentían… y ahora te tocaría a ti.
¿Es tan importante fijarse metas? En el supuesto de la necesidad humana de trazarse metas que orienten nuestra vida y, aunque ésta consista en el transcurrir de un proyecto, como tanto se ha dicho, plantearse metas, ¿es siempre beneficioso, ventajoso o puede incluir algunos inconvenientes? Fijaos que el grupo de participantes no estaba allí para repetir pasivamente –reproducir, como se ha dicho–, supuestas ideas sino para pensar juntos, lo que implica tomar conciencia y con frecuencia cuestionar, convertir a las ideas preconcebidas en problema, problematizarlas. De lo contrario, tampoco estarían dialogando filosóficamente. Y ellos fueron directos a la diana. No hace falta enumerar casos y casos, en los que se aprecie ora alguna ventaja, ora algún inconveniente del vivir acorde a una meta. Todo eso ya lo habían contemplado… porque lo habían vivido. El ambiente que se ha ido gestando es capaz de dar a luz respuestas maduras, lúcidas. Y no hablamos de respuestas ciertas, pero sí certeras. Entre todas van alumbrando algo de la verdad buscada.
– El problema está en adherirse a una meta, fijarse a ella, apegarse, como la única y mejor meta posible.
– La meta cumple bien su función si otorga sentido, siempre que dé sentido, pero no ya a una vida completa para siempre, sino a la vida que está viviéndose en cada momento.
– Efectivamente, nos viene bien para vivir si no es una meta absoluta, omniabarcadora, ni tampoco una dispersión de metas; un punto medio, una meta que no te coarte ni te desoriente, empática y acorde a ti.
– Y se continúa indicando: que la meta no esté muy alejada de tus posibilidades, pero tampoco que te sustraiga el beneficio del esfuerzo, que no sea ni muy exigente ni muy laxa.
–Es decir, no una meta inalcanzable que te arroje al fracaso, pero tampoco una ausencia de meta, que te conduzca a la desesperación.
Dos analogías te aporta el grupo, que aclaren mejor lo anterior, ese fino equilibrio entre meta y ausencia de meta: a) un caballo de anteojeras puestas, que se perdería un sinfín de posibilidades de comer yerba fresca; b) una carrera de galgos, donde la liebre-señuelo no salte fuera de su alcance –los galgos dejarían de correr– ni tampoco una presa fácil de atrapar –pues no habría carrera–. Y, cabría preguntarse, además, si una vida que no satisfaga una meta, ya por eso sería una vida fracasada. Recuerdan los participantes la importancia del camino mismo, aquello latente que recogía Antonio Machado en su cantar: “caminante, no hay camino / se hace camino al andar…”. Pero esta vía de la indagación, aunque estuvo siempre presente, vino a ocupar un menor espacio que la distinción e interrelación entre “meta” y “motivo”.
Las metas pueden ser cercanas o lejanas, inalcanzables; los motivos: motivadores o desmotivadores, cuando no son asumidos como propios. La meta es lo que te orienta, el motivo lo que te impulsa. ¿Son en el fondo lo mismo? Sí y no. La holgada discusión dio buena cuenta de ello. Y, también, a partir de un esquema procedente de Inmanuel Kant, aplicado al conocimiento humano: los motivos son ciegos sin una meta, pero las metas sin motivación están vacías. Así es nuestra experiencia. No movilizan las solas metas. Los motivos se dispersan, desorientan y se frustran, sin una meta clara al menos. Y la clave para orientarnos, que te ofrece el grupo de investigación allí presente, es ésta: los motivos, que sean tus motivos; las metas, que sean tus metas. Propios, no ajenos. Internos, no externos. Fruto de un descubrimiento, no enlatados socialmente, re-producidos. Y, para ello, he de re-crearme continuamente. La recreación hecha hábito en uno mismo.
Nos lo proporciona esta situación actual de confinamiento, la ocasión para un recogimiento interior, que no es un aislamiento del exterior. Re-descubrir qué me mueve, qué me moviliza, qué quiero ser, o mejor todavía, quién quiero ser, más acá de la vorágine de circunstancias y acontecimientos que no dependen de mí, para poder trascenderlos, ir más allá de ellos, conmigo dentro. Una oportunidad, que puedo aprovechar o desaprovechar, si simplemente me limito a vivir lo que antes vivía, ahora a partir de nuestros extensos medios audiovisuales, utilizados más intensivamente que nunca –no nos atrevemos ni a imaginar qué hubiera sido de nosotros, en estos momentos, sin ellos–. Y esto no está negado, ni agradecer el que dispongamos de ellos para poder comunicarnos, incluso para entre-tenernos unos con otros, pero miremos que no sólo sea eso… Last Train Home (Pat Metheny) Éste es nuestro último tren a casa… y no porque sea el último, no, sino porque éste es el que está pasando, ahora mismo, delante de nosotros. ¿Y cuál es nuestra casa? La que nunca hemos abandonado del todo: nuestro propio “templo” interior. Muchas salas que explorar…
porque el héroe se hace con el miedo / sobre todo su miedo / a partir de su miedo / se hace héroe el héroe / ahuecando el miedo / y llenándolo de acción / para entumecerlo / haciendo tiempo en lo hermoso / haciendo tiempo en lo vivo.
Chantal Maillard, Escribir
El café filosófico previsto del mes de marzo hubo de anularse, todos pueden pensar por qué; y se ha retomado on line una semana después, todos sabemos por qué. Si la filosofía ha de estar presente, éste es nuestro presente, aquí y ahora, una pandemia que nos ha confinado forzosamente en casa a la mayoría, los más afortunados. Algunos ni tienen dónde recluirse, mientras que otros se juegan la vida a diario, para que la supervivencia sea posible sin demasiados sobresaltos. Todo un experimento social y toda una experiencia personal, donde la filosofía tiene que poder jugar un papel importante. La filosofía, especialista en crisis, en vivir la incertidumbre, la duda, el cuestionamiento constante, el no conformarse, la desidentificación… en suma, la búsqueda de cómo somos, ahondando en quiénes somos. De igual manera, nuestro veterano café filosófico, dentro de sus limitaciones, adaptándose, ahora a través de una pantalla.
Pónganse cómodos –zapatillas y pijama o chándal–, pongan a punto su café u otra cosa y nos vamos… para llegar. El espacio filosófico está despejado… no hay peligros que nos acechen, tan sólo técnicos. Un espacio de diálogo filosófico y, si es un diálogo, interactivo. Los participantes colaboran para hallar algunas respuestas básicas, sobre aquello que más les concierne en un momento dado. Éste de ahora. Dialogar no es acumular opiniones, no es exponer una tesis a través de una minicharla, tampoco tratar de convencer a nadie ni ganar alguna batalla, o contar mis batallitas. Más bien, la coordinación de varias mentes, colaborando, investigando juntas, que buscan lo mejor de que son capaces, orientando su trabajo hacia el bien y la verdad… Si conviene a todos, me conviene a mí mismo y viceversa… A mí mismo en el fondo, desde el fondo, no a cualquiera de mis personajes.
El conductor del encuentro propuso comentar brevemente un texto que le había llegado a través de otros amigos; no está clara su autoría (atribuido a Carl G. Jung en Internet, parece ser que es un cuento de Alessandro Frezza). El texto plantea una paradoja, que los participantes entendieron y salvaron con mucha facilidad: si por una cuarentena (en este caso debido a la peste), el capitán de un barco a un chico, que empieza a angustiarse por el confinamiento a bordo, al que le duele no poder bajar y abrazar a su familia, privarse de ello, le dice: “Prívate aún más de algo” (…), pues “si te privas de algo sin responder de manera adecuada, has perdido”. Dos ideas-clave, que estaban supuestas: primero, que una privación forzosa no es libre, pero una autoprivación es libre; segundo, que no puedes cambiar la situación de confinamiento forzada, pero sí la manera de responder ante ello (recordemos al estoico Epicteto). Y, a continuación, el relato enumera las nuevas costumbres que se autoimpuso dicho capitán, en una anterior experiencia de aislamiento: ser consciente de que otras personas lo están pasando peor, comer menos y alimentos más sanos, estar atento a mis pensamientos dañinos y darles la vuelta para verlos de otro modo, leer algo nuevo, hacer ejercicio físico, realizar respiraciones profundas por la mañana y, por la tarde, dar las gracias por todo lo que he podido vivir hasta ahora, practicar la meditación, no pensar en lo que no puedo hacer, sino en lo que sí puedo hacer, y en lo que podré hacer después de este período, entrenar la capacidad de espera, gozosamente… Y acaba con una apelación al desarrollo interior: “Sí, aquel año me privaron de la primavera, y de muchas más cosas, pero yo había florecido igualmente, me había llevado la primavera dentro, y nunca nadie más habría podido quitármela”. De ahí que el moderador pidiera a los participantes examinar su vida de ahora, y que trajeran al diálogo “algo nuevo que habían comenzado a hacer o que lo hubieran retomado”, a consecuencia de este confinamiento en que vivimos. Y, como ellos, vosotros también podéis mirarlo.
¿Cómo gestionar nuestros miedos?, fue la pregunta que se formuló por parte de la persona que propuso la temática del miedo, esa tarde, por votación, aquella tarde lejana en la distancia, pero compañada en la cercanía de nuestras pantallas. Sin embargo, hubo de reformularse la pregunta: “gestionar” suena muy administrativo, muy económico, mejor “sobrellevar”, “convivir”. Así pues, ¿cómo convivir mejor con nuestros miedos?
– Para poder convivir con el miedo hay que saber la causa. – Pero sin huir de lo que lo produce, hay que aprender a sobrellevarlo. – Sí, hay que “normalizar” el sentir negativo que acompaña al miedo. – ¿Qué habría que lograr primero, ¿buscar la causa o estabilizarlo en nosotros? –pregunta el moderador. – Cuando tenemos miedo, está claro, el punto de partida ha de ser calmarnos, aceptar nuestro miedo, y luego averiguar la causa y examinarla –estuvieron de acuerdo, los participantes.
Ya iba quedando más claro que la manera preferible de vivir el miedo pasaba por nuestro autocontrol, o la capacidad aprendida para regularlo. Algo que puede desarrollarse con el vivir y el estar atentos al vivir…
– Pero, entonces, el miedo, ¿posee un origen exterior o interior? –pregunta el moderador. Está inducido por algo que nos sucede o por algo que está en nosotros y que reacciona con temor… – Es exterior… – Es interior… – Pero, cuando es exterior, ¿no es también interior? – Siempre.
Esto llevó al grupo a detenerse un momento en la diferencia entre preocupación y miedo: la pre-ocupación conlleva hacerse cargo de antemano de aquello que nos apremia, prestarle atención, lo que no tiene por qué ir acompañado de ningún tipo de miedo. En el miedo, sin embargo, hay un temor acerca de algo importante en nosotros, en último término, nosotros mismos, nuestro ego o personaje construido a lo largo de la vida en la interacción entre nosotros y las circunstancias, que está en peligro. Y una de las participantes –ya que se hablaba de lo nos sucede y de nuestra respuesta a lo que nos sucede, y cómo nos conforma– introdujo una bonita descripción, basada en los instintos, pues valdría para todo tipo de animal, humano y no humano: ante el miedo atacamos, huimos o “nos hacemos el muerto”. Y se analizaron algunos ejemplos emblemáticos… También, efectivamente, nosotros reaccionamos así ante situaciones que nos producen miedo. Y esas conductas las podemos apreciar en nosotros mismos o en los demás (aparentemente) estos días, en los que tantos temores están aflorando, ante tanta incertidumbre, que nos había llevado a plantear ente otras cosas, precisamente, esta cuestión del miedo como centro de nuestro café filosófico del día.
Es correcto, todas las mencionadas reacciones con también humanas, muy humanas, como diría Nietzsche, experto en sótanos de la humanidad, pero, ¿es posible que los seres humanos añadan sus peculiares formas de responder al miedo? Una esclarecedora discusión que hubo finalmente de contrastarse con los casos, con la experiencia de casos humanos. Pues bien, una respuesta propia del ser humano es el arte, se dijo, una manera de sublimar, aplacar, convivir con el miedo de una manera creativa o productiva. Y también, podemos aprender a controlar el miedo, tal se dijo antes, regularlo, como toda emoción que propenda a arrastrarnos con ella. Se trajo a colación el ejemplo que mencionaba un conocido antropólogo, Marvin Harris: entregarse de manera voluntaria y sumisa al dentista es algo sólo al alcance de ese raro animal humano. Pero el ejemplo decisivo fue el que aportó una de las participantes más jóvenes, tan actual: los sanitarios y las personas que están diariamente en primera línea de la pandemia, no es que no tengan miedo, es que aprenden a vivir con él. Aprender a convivir con el miedo…
El diálogo filosófico había seguido su curso, pues habíamos reflexionado, examinado, nos habíamos distanciado, habíamos sentido y comprendido juntos, nos habíamos elevado por el encima de lo vivido a diario en nuestras casas, para volver luego sobre ello más lúcidos, más conscientes, el diálogo filosófico, decimos, había trazado un círculo para llegar al punto de partida. Aunque, todo el movimiento del ciclo anterior no había sido en vano… Éramos más ricos. A la pregunta: ¿se puede vivir con miedo?, la respuesta de aquella tarde fue capaz de llegar a ser: no, sería una vida difícil de vivir, pero se puede vivir con el miedo. Ahora ya sabíamos algo más, lo que significa convivir con el miedo. Y que es posible, que puede aprenderse y desarrollarse. Incluso, puede ser aconsejable… menos peligroso, lo más prudente. Llegados a este momento, ahora es tu turno… ¿vas a sentir miedo, conscientemente, o vas a identificarte y a dejarte arrastrar por él?
Si tú volvieras a vivir lo que
has vivido, ¿qué harías, o no harías, necesariamente? ¿Tendrías la misma
actitud? ¿Vivirías de la misma manera lo que has vivido?[1] Dejemos
aparte cualquier clase de presunción metafísica o religiosa, y entreguémonos a
este experimento mental, a este ejercicio de la imaginación, conscientes de
nosotros mismos. Una prueba del algodón muy del gusto de Nietzsche,
aunque esta vez no nos pondremos etiquetas: si hemos vivido bien o hemos vivido
mal. Si somos suficientemente vitales y afirmamos la vida tal como es. No, sin
juicios. ¿Qué volverías a hacer o no volverías a hacer? Simplemente, para
aprender de nosotros mismos en un futuro muy próximo… Dieciséis participantes
de este segundo café filosófico del año ofrecieron públicamente sus propios
aprendizajes: experimentar la vida tal como es, elegir mejor a mis amigos, aprender mejor, pasar más tiempo con mi
padre, ser más lanzada, no compararme con los demás, quererme más, tratar de
vivir cada día feliz, escucharme más, ser mi mejor amiga, no bloquear mis
emociones, no ser tan impaciente, estudiar, viajar por mí misma, expresar lo
que siento, volver a ser maestra, ser más consciente y menos visceral. Y ya tan
sólo quedaría añadir lo tuyo…
Pero, siguiendo hilo sutil del
diálogo habido aquella tarde, los padres, ¿haríamos lo mismo de la misma
manera? Los hijos, ¿responderíamos igual? ¿Qué es ser padres o madres en estos
tiempos? ¿Y ser hijas o hijos? Es muy posible que una cosa sea inseparable de
la otra. Pues bien, esto fue lo que se preguntaron y esto fue lo que sucedió…
Hoy en día ejercer la función de
padres, educando bien, es imposible. Incluso, en numerosas ocasiones, no se
sabrá si se hace bien o se hace mal. De manera que, durante el diálogo
filosófico, fue necesario hacerse cargo,
primero, del mundo en que nos ha tocado vivir, su complejidad y su celeridad. A
pesar de todo, los participantes (recordemos: jóvenes y adultos) estuvieron una
hora y media debatiendo acerca de cómo educar adecuadamente en estos días, de
manera que hubo al final que transformar la tajante afirmación del comienzo:
ser padres no es imposible, pero sí que es difícil… Y dieron
testimonio de la dificultad, a través de los titubeos y rectificaciones de sus
opiniones iniciales. Aunque para esto, y no otra cosa, se viene a dialogar. Por
otro lado, fueron capaces, promediada la discusión y, sobre todo, al final, de
reconocer que lo descubierto implicaba una correspondencia: cualquier
característica mostraba su carácter recíproco. Padres e hijos. Hijos y padres.
Mutuamente. Ésta fue una conclusión muy muy interesante. Así que nada de
culpables, nada de culpabilidades arrojadas con desprecio. Cada miembro de una
relación lleva a la misma su propio grado de desarrollo o madurez personal. Hace
lo que puede… Seguro que hace lo que puede, no en vano, se juega mucho
cada una de las partes de una relación tan cercana, tan sentida como ésta. Tan
sufrida. Una relación que tanto nos
hace, y tanto nos deshace, a cada uno de nosotros, a diario… Otra conclusión
–no menos relevante– se refiere al tiempo de juego: como toda relación, siempre
se juega en el presente, aquí y ahora. ¡Qué importa lo que pasó! ¡Qué
viene a importar lo que me figuro que pasará en vistas de lo que ha pasado…!
Siempre puedes, siempre podemos cambiarlo todo. Un todo o un mucho.
Hasta ahora ha pasado pero, que siga pasando ahora mismo, depende también de
ti… Tú estás en disposición de contribuir en una determinada dirección.
Pues bien, he aquí una posible
lista de ingredientes necesarios para una relación paterno-filial válida en
estos tiempos. Los padres, ser una guía flexible de sus hijos.
Orientación, pero no coerción. Cauce pero no viaducto. Límites, pero no
limitaciones. No comparar situaciones, épocas, personas… (“En mis
tiempos…”, “tú no sabes nada del mundo actual”, “tu primo…”, “el padre de
mi amigo…”, etc.). Aprender a expresar la propias emociones: cómo me
siento, cómo me sienta… y preguntarlo: ¿cómo te sientes…? Mostrar
vulnerabilidad no es debilidad. Además de lo reconfortante que es constatar que
tú también lo has sentido, que a ti también te ha pasado…, y a los demás. A
pesar de su frecuente asimetría (por la edad, la madurez, las experiencias…)
es posible una relación justa entre padres e hijos. No son iguales los
padres y los hijos, pero es posible tratarse con justicia, ajustada en función
de las circunstancias y las características de cada uno. El mutuo dar y
recibir se nos aparece como un aprendizaje fundamental en el arte de vivir:
no se puede dar si no se está dispuesto también a recibir, ni recibir si uno no sabe dar. Además, es
imposible una relación estrecha como es ésta sin el reconocimiento mutuo,
como seres, su valor, su propia identidad. Es necesario un ambiente en donde
esto sea posible: el recíproco reconocimiento de que yo también existo. Todas
las partes han de mostrar su mente abierta a la novedad, al cambio, a la
diferencia; que sus respectivas imágenes del otro no impidan ver al otro.
Contar con él o con ella. No olvidar que todos vamos cambiando y que la
imagen fija del otro sólo está en mi imaginación, como parte de mis creencias.
Es preferible una imagen de contornos suaves, difuminados… Y es también mucho
mejor no vivir los padres en los hijos, o a través de ellos…
Vinculación inquebrantable y a la vez autonomía. No dependencia mutua o de una
parte respecto a la otra. Ni síndrome del nido vacío (preparase con
tiempo) ni tampoco la impostura del permanente rebelde sin causa.
Aprender a soltar los hijos, aprender a soltar los padres… Y
nunca olvidar la importancia de la aceptación, de que cada uno hace lo
que puede, de la mejor manera que sabe. Pero que esto no es estático, sino que
está en perpetuo movimiento; apreciable, si uno está suficientemente atento.
Estos fueron algunos de los destilados, que te ofrecen los participantes.
Esperamos que te aprovechen, cuando seas padre o madre; mientras seas hijo o
hija.
[1] Sobre los padres y los hijos: Café Filosófico en Vélez-Málaga (11.5), celebrado el 21 de febrero de 2020, en la cafetería Bentomiz, a las 17:30 horas.
Antes de dialogar sobre la
sinceridad, en el encuentro hubo lugar para plantear diversos deseos
radicales. Pero, ¿qué puede ser eso? Estamos habituados a expresar deseos
particulares, referidos a la vida propia, o bien, a la vida de las personas o
situaciones que nos rodean. Al menos, de una manera sentida. De ahí la
virtualidad de este ejercicio filosófico. Un deseo radical no es extremista o
exagerado –eso puede venir después, para bien o para mal– sino que va a la raíz
del asunto, a lo esencial o fundamental o básico, a lo más importante, el
origen desde donde se genera todo el tropel de consecuencias deseables o no
deseables, visto desde una perspectiva general o universal… lo más posible.
No está de moda lo común ni lo universal y, quizás por ahí, nos vengan muchas
de las pérdidas actuales, fugas de “lo mejor posible que podamos”. Mirad la
política habitual, mirad la economía establecida… miremos nuestro propio
desarrollo moral, como aconsejaba mirarlo Lawrence Kolhberg.
Pues bien, a continuación, una
justificada muestra de radicales deseos: poner conciencia en lo que hacemos y
decimos; no olvidar que siempre está disponible el diálogo, educarse para estar
dispuesto a dialogar; libertad, sí, pero fraterna, no de la mal entendida
libertad, no excluyente, solidaria; no olvidar que el bien común me incluye
siempre a mí también; una paz mundial, basada en la justicia, como nos
recordaba en la práctica Mahatma Gandhi; tampoco olvidar el cotidiano
regalo de la vida en mí, que me hará capaz de apreciar la vida de los otros; y
el amor, que no es el romántico amor, sino el sentimiento de unidad con todo,
la comunicación, comunicarnos, radical deseo y básico para todo lo demás; y,
cada vez más, engrosar la gente que no quiere irse a vivir Marte (Jorge
Riechmann); valorar la vida natural de nuestro planeta, que no puede
separarse de un uso responsable de la tecnología, en una era tan científica y
tan tecnológica como la nuestra.
Volviendo al tema central del
encuentro filosófico: sí, hay que ser sinceros, pero es más importante todavía
considerar si en ello duermen límites que hay que mantener bien
despiertos. Por ejemplo, yo debo ser
sincero tras respetar la voluntad del otro, de querer saber la verdad, y no
delante, ponerse uno por delante, un afán ansioso por decir la verdad a toda
costa, cuando es posible que ni siquiera los interesados nos lo hayan
preguntado. No olvidar que la verdad no es mi verdad, sino que la verdad es
poliédrica, que sólo accedemos a una perspectiva de la realidad, como nos
enseñó Ortega y Gasset, integrando mi verdad con tu verdad. Y Antonio
Machado:
¿Tu verdad? No, la Verdad;y
ven conmigo a buscarla.La
tuya, guárdatela.
Considera también si una sinceridad
que produzca daño –quizás, incluso, me lo produce a mí– no sería, de nuevo, un
exceso de sinceridad, que puede llegar a ser innecesaria o contraproducente. En
esta línea, consideró el diálogo si es posible que el hecho de ser sincero, te
haga más vulnerable ante los demás, sobre todo para aquellas mentes más
interesadas y oportunistas. O si mostrarse vulnerable es, en verdad, un
inconveniente o bien incluye sabrosos frutos a medio o largo plazo. Desde
luego, el nudo gordiano no está en que los demás te etiqueten, sino en que tú
mismo te pongas, o asumas, las etiquetas. Y esto es una cuestión del desarrollo
personal de cada uno. Aunque, es cierto que también para esto dialogamos en
un encuentro filosófico como éste: para ser más nosotros mismos y conocernos
mejor, con la ayuda del espejo que son los demás.
Por supuesto, un límite ineludible,
que lo cambia todo y predispone por completo al oyente –favorable o
desfavorablemente– se refiere a la forma de presentar lo que decimos o nos
disponemos a realizar. Y, por ahí, el grupo de discusión comenzó a pergeñar la
idea de una sabia sinceridad. Es posible que alguno de ustedes, que leen
esto, puedan llegar pensar que la escucha de estos límites de la sinceridad, en
lugar de convertirla en una sinceridad bien entendida, la transmuta en
hipocresía o falsedad, incluso, pudiera llegar a mezclarse de egoísmo
insensible. Por esto, es tan importante la consideración a una sinceridad
prudente o sabia, virtuosa, como se dijo durante el encuentro. ¿Cuándo y cómo
decir lo que uno piensa? Esto requiere de ciertas virtudes, que han de
ser desarrolladas, para poder ejercer una sinceridad madura, buena para uno
mismo y para los demás: la comprensión abierta de la situación, una capacidad
suficiente para sentir con el otro (compasión), el amor o sentimiento de unión
con los demás, que son como yo y sienten como yo… tratan en lo posible de ser
sinceros, cada uno con sus dificultades y aciertos. Que yo puedo ser sincero,
al margen de si lo son los demás, y esto depende de mí, siempre.
En definitiva, la pregunta que uno
mismo debe hacerse, para hacer un buen uso de nuestra capacidad sincera en el
decir y en el obrar (autenticidad, que los antiguos griegos llamaban parresía), es la siguiente: ¿Qué busco yo
al tratar de ser sincero? ¿Qué me mueve…? Es decir, la necesidad
imperiosa de examinarme yo, si soy capaz de ser sincero conmigo mismo, primero
y antes de nada. Pues, de lo contrario: ¿realmente puedo llegar a ser sincero
con los demás, si antes yo no lo soy conmigo mismo? Necesitamos una mínima
transparencia de nosotros mismos, ser nosotros mismos… Y si soy yo quien dice
o hace, la sinceridad la manifiesta mi sola presencia. Y si soy yo, puedo
entonces, perfectamente, decidir si algo lo digo o no lo digo, lo hago o no lo
hago. Así no soy, en absoluto, falso o hipócrita. Soy yo. Y si lo soy
conscientemente, tendré en cuenta mis circunstancias, las de la verdad que creo
transmitir. Ortega y Gasset, ipse dixit:
Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella, no me
salvo yo.
Publicado en HOMONOSAPIENS? Visitar enlace haciendo clic aquí
Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información.
ACEPTAR